De la persona
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Idroj Sanicne

De la persona

Del 23 de marzo al 3 de mayo de 1998. Ciclo De l'Espai i la Persona. Comisario: Frederic Montornés

De la persona

(El hombre que confundió una silla con una diosa)

Conocía a Idroj Sanicne (Jordi Encinas) desde hacía varios años. Desde antes de que comenzara a organizar exposiciones, él, y en ese momento en que, como siempre, Idroj estaba concentrado en sus obras. Entonces, con sus sujetos (sujeto + objeto). Y completamente abstraído. En la elaboración de unas formas poéticas que no se parecían en absoluto a nada de lo que había visto. Hasta ese momento. Y si bien le podían remitir a algunas figuras antropomórficas (o a alguno de aquellos retratos que se podrían confundir con algunas máscaras), aquellas obras que hacía Idroj ( "los sujetos de arte no identificados", como los llamaba el artista) le resultaban absolutamente extrañas. Y se preguntaba si era quizás por su rareza que no lo paraban de increpar constantemente, de dejarlo cada vez que las veía, de sacudirlo también. En suma, de decirle que en el mundo del arte las cosas que se producen siempre tienen razón de existir. Pero que se necesita disponer de un cierto periodo de tiempo para comprender de alguna manera. O por lo menos, para adentrarse. Porque es sólo cuando se profundiza en aquellas cosas que nos desconciertan (como también en las que vemos sin mirar o en aquellas a las que no dedicamos más que una mirada fugaz), que nos podemos aventurar hacia su interior. Y darnos cuenta que lo que nos dicen es que poseen algún secreto. O que guardan un gran secreto, como le hicieron saber aquellas formas poéticas. Del Idroj. Cuando, después de tener la paciencia de intentar desvelar el secreto, se dio cuenta de que la habían llevado hasta las puertas de otro secreto. Aún más escondido. Y fue así (de secreto en secreto) como se propuso de querer comprender qué era lo que se ocultaba tras el velo que las cubría. Tras el tejido que disimulaba lo que no había visto al mirar aquellos sujetos: su misterio. Lo que no había podido captar después de haber hecho una primera lectura. A partir de las formas poéticas en que se mostraban aquellos sujetos. Aquellas obras extrañas y raras. Opacas.

Y cuando creyó que había comprendido cuál era aquel secreto que guardaban los sujetos, dedujo que las investigaciones del Idroj habían concentrado alrededor de la mirada. Comenzaba por su deslocalización, es decir, por la desaparición del ser activo que percibía, seguía con la producción de una visión sin mirada y terminaba con el análisis de sus límites. Es decir, con la desaparición del ser activo que percibe. Porque había sido su mirada (la mirada de él, no la del Idroj) lo que se le habían llevado los sujetos. A través del reflejo de su propio ojo. Con el fin de incluirla en el interior de sus formas. Y fue así como creyó comprender que el alma que poseían aquellos sujetos era la de aquellos cuyos ojos se habían reflejado (y que seguirían reflejándose) sobre la superficie de sus metales. Y lo que había empezado como si fueran unos cuerpos con una identidad virtual se convirtió en unos organismos vivos que nos podían mirar a todos a través de los ojos. Hoy, que eran los suyos. Como también nos podían tocar.

Y fue cuando se embarcó en el trilogía que el artista llamó Maracunda (un periodo de reflexión en torno a conceptos como la confusión y el desorden y de la alteración en la percepción de lo real, como le dijo que se tenía que decir), en ese periodo en el que los sentidos empezaron a confundir sus funciones, que percibió que se iba alejando de todo lo que le quería decir el Idroj. Y que todo lo que le había acercado a los sujetos o las formas que había visto de él, el desterraban casi para toda la vida en el terreno más propio del olvido. Allí donde la memoria no tiene ningún recuerdo.

Y no fue hasta después de un tiempo que se decidió a volver para intentarlo de nuevo. Para tratar de comprender cuál era aquel secreto que guardaban las obras que hacía el Idroj. Y fue entonces cuando se dio cuenta de que, a través de las asociaciones casi incontrolables que a menudo se pueden hacer entre los objetos y las palabras (o entre éstas y las imágenes, o entre las imágenes y sus significados), sus obras se habían convertido en unas imágenes que eran poéticas. O al menos era así como las percibía. Es decir, ni objetos ni sustitutos de los objetos. En imágenes que debían percibir en función de su realidad específica. Porque sus imágenes eran lo que eran. Y para que a diferencia de las anteriores, transpira un alma que les era más propia. Su alma: aquel espacio en el que se alojaban nuestros recuerdos y nuestros olvidos.

Y era por eso que no debía ser demasiado extraño que, al tener que hablar de la persona (de lo que somos o que creíamos ser una vez que habíamos llegado a acariciar sus límites: a aquella piel de la persona sobre la que se grababan nuestras partes escondidas; el interior de nuestro cuerpo), pensara que aquel que mejor podía hacerlo no sería otro que el Idroj. Por varias razones que eran muy concretas: por las turbulencias que había intuido que se genera van en el interior de su mundo, por la extrañeza que se destilaba de sus collages encalados ... por la confusión de las sensaciones que le producía la contemplación. De sus obras. Lo que hacía y que sigue haciendo.

Y aunque sabía desde hacía tiempo que quería trabajar de nuevo con él, no le comunicó cuáles eran sus intenciones hasta después del verano del 97. Se lo había estado pensando; tal vez mucho más que con ninguno de los otros. Pero hasta que no estuvo del todo seguro no se lo pudo hacer saber ... Y en anunciarle y decirle que su propuesta se correspondería con aquel momento en que, en el interior del recorrido del ciclo, debía hablar de la persona, percibió que la maquinaria se ponía en marcha automáticamente. La del Idroj. Como si se acelerara un proceso irreversible en el interior de su pensamiento. Y a partir de ese momento se volvieron a ver unas cuantas veces más. Y lo que podía haber ido de una manera completamente diferente, se empezó a concretar en la elaboración de unas estructuras alegóricas. Con el fin de poder concentrarse en todo lo que le ofrecía el espacio. De la capilla. Es decir, su arquitectura y su simbolismo. Pero también con el objetivo de mostrar su obra en relación directa con algún momento. En ese momento en el que existía. Él y ahora; pero también su obra. En el momento de enseñar a todos qué era lo que podíamos ser: una acumulación de asociaciones y de ideas que gravitan por encima de nuestras cabezas. En una sincronía relativamente controlada de todas aquellas imágenes que configuran la imaginación. Nuestra.

Pero había algo que no podía negar: bien que comprendía el significado de los elementos que configurarían la propuesta del Idroj, se sentía que estaba profundamente desorientado. Y confuso. Quizás era esta confusión la que mejor reflejaba su agitación? O la convulsión que estaba sufriendo en creer que vivía en un tiempo irreal? Y, mientras pensaba en alguna respuesta, recordó en unas palabras que le dijo el artista: en el interior de cada uno de nosotros hay un desconocido que sueña y que quiere ser alguien. Es un ser solitario, con niebla, olvidado y que busca desesperadamente probar que existe.